Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,49-53):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla.¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»
El mensaje que nos trae el Evangelio según San Lucas es uno de los más desafiantes y, a la vez, reveladores de la misión de Jesús en la tierra. A primera vista, puede parecer contradictorio que el Príncipe de la Paz hable de traer división y no paz. Sin embargo, al profundizar en su significado, encontramos una llamada a la autenticidad, al compromiso y a la transformación personal y comunitaria.
El fuego que Jesús desea prender en el mundo no es un fuego destructivo, sino purificador. Es el fuego del Espíritu Santo, que busca renovar nuestros corazones y nuestras vidas. Este fuego nos invita a salir de nuestra zona de confort, a cuestionar nuestras actitudes y a buscar una vida más plena en comunión con Dios. En nuestra vida diaria, este fuego se manifiesta en las decisiones que tomamos, en la forma en que tratamos a los demás y en nuestra relación con el Creador.
En el ámbito laboral y en nuestra participación en la parroquia y movimientos apostólicos, este fuego nos impulsa a ser testigos del amor de Dios. Nos reta a ser coherentes con nuestra fe, a no conformarnos con una religiosidad superficial y a buscar siempre la justicia, la verdad y el bien común. La parroquia se convierte, entonces, en un espacio de encuentro, de diálogo y de crecimiento espiritual, donde cada uno aporta sus dones y talentos para la construcción del Reino de Dios.
Sin embargo, esta transformación no está exenta de desafíos. La división a la que se refiere Jesús no es un fin en sí mismo, sino una consecuencia de la elección de seguirlo. Cuando optamos por vivir según el Evangelio, es probable que enfrentemos resistencias, malentendidos e incluso rechazo por parte de aquellos que no comparten nuestra visión o valores. Esta división puede darse incluso en el seno de nuestras propias familias, donde las diferencias generacionales, culturales o de perspectiva pueden generar tensiones.
Pero, ¿cómo enfrentar esta división sin perder la esperanza y sin caer en el desánimo? La clave está en recordar que nuestra misión no es imponer nuestras creencias, sino ser testimonio de ellas. Debemos ser puentes de diálogo, de entendimiento y de amor, incluso en medio de las discrepancias. La verdadera fe no busca la confrontación, sino la comunión.
En los movimientos apostólicos, esta reflexión nos invita a ser auténticos, a no tener miedo de mostrar nuestra vulnerabilidad y a trabajar juntos, a pesar de nuestras diferencias, por un objetivo común. Nos llama a ser una comunidad viva, dinámica y abierta al cambio, donde cada miembro se sienta valorado y respetado en su singularidad.
Finalmente, es importante recordar que la angustia que Jesús experimenta ante su bautismo es una muestra de su humanidad y de su profundo amor por nosotros. A pesar del dolor y del sufrimiento que sabía que enfrentaría, eligió seguir adelante por amor a la humanidad. De la misma manera, nosotros, al enfrentar las dificultades y desafíos de la vida, podemos encontrar consuelo y fortaleza en el amor de Dios, que siempre nos acompaña y nos guía.